Siento su mirada, acosada por el caluroso bochorno, sobre mi cara. No quiero decirle nada, ni siquiera cuando murmura un agradecimiento mil veces recitado al recibir las monedas que le tiendo.
El semáforo cambia. Acelero lentamente y el se queda incrustado en el espejo retrovisor como un espectro sucio, cada vez mas lejano.
Su imagen ahora me recuerda que su miseria acosa levemente mi conciencia, que se descarga, de vez en cuando, con algunas monedas y que se cargará nuevamente cuando otros como él me asedien en el siguiente semáforo.
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