1.8.09

CRONIQUILLA DEL REGRESO

Recordar es algo vital. Devolverse un poco en contravía de las manecillas tercas del reloj se vuelve, a veces, una necesidad no reconocida, pero latente y poderosa que precipita el recuerdo y acelera la nostalgia.

Hace treinta años no escuchaba mis pasos resonar por los pasillos del viejo pero reluciente colegio, ni veía su árbol tutelar que aun se yergue imperturbable junto al busto rígido del beato Champagnat. Allí, bajo su abrigo, en el prado suave y corto del patio inferior, recordé viejas e insustanciales conversaciones juveniles que parecen resurgir como el rumor de olas lejanas en la memoria de un hijo prodigo que vuelve a casa.

Hoy volví al viejo colegio. A sus paredes lustrosas, a su variopinto mural en el que un loco plasmó a una Popayán imposible, a sus salones luminosos, a sus patios en los que aun parecen encerradas las risas y el bullicio de hace tres décadas. Y volví con aquellos que fueron mis compañeros y que, en buena parte, son aun mis viejos amigos, los de la risa fácil, los de los apodos ingeniosos, los sobrevivientes de una juventud que, aunque lejana, se niega a desaparecer.

Y entramos al salón recordado, en donde sufrí por largos meses la indecible tortura de la química orgánica y el lento dolor de un amor sin respuesta. Alguno rememoró que un pirómano clandestino que habitaba entre nosotros incendió una vez el tarro de basura. Y todos reímos, además, cuando Pacho, el eterno prefecto de disciplina, nos arropó con su conocida y tierna “partida de hijue…”, que era de lejos su mejor talento y quizás, nuestro más pugnaz recuerdo.

Caminamos lentamente sus largos pasillos y miramos desde el interminable balcón del segundo piso, bajo un sorprendente sol canicular, las amplias canchas de básquet y el inexistente punto donde en un local esquinero nos vendían delicias comestibles, ahora desaparecidas del paladar y de la memoria. Alguno dijo a mis espaldas que era el punto más inseguro del colegio porque cualquiera podía ser asaltado por hordas hambrientas que arrebataban el pastel glaseado de blanco o la gaseosa recién comprados con la velocidad y la contundencia de un ciclón. Estuve de acuerdo.

El teatro nos recibió, como siempre, con su penumbra acogedora. Al fondo, con los pasos apagados por la trajinada alfombra que aun, vaya, sigue roja, el viejo y pequeño órgano silencioso y el pesado telón carmesí parecían ansiosos por decirnos algo, tal vez repetirnos el eco de una balada romántica, el bullicio de una obra teatral o simplemente el viejo himno en el que el “árbol nuevo de savia fecunda que entreteje floridas guirnaldas…” sigue imperturbable, cantado hoy, como ayer, por voces de niños y jóvenes inmortales que nunca envejecen.

Caminé lentamente hacia la salida franqueado por recuerdos e imágenes del pasado, que salieron con nosotros hacia la tarde soleada de ese sábado apacible.

Mire hacia atrás, la ultima mirada, y me pareció verme parado en un punto indefinible, con una sonrisa de niño. Entonces supe que una parte de mi corazón, del corazón de todos, vivirá por siempre en ese viejo colegio, en el que aprendimos, mas que cualquier otra cosa, que la amistad es una historia que se reescribe con cada regreso.

Uh,ah, Champagnat, uh,ah, Champagnat!!, por siempre!

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