28.8.09

EL ULTIMO PIRATA


Lo vi de lejos, silueta oscura, camisa amarilla, acurrucado en su banco diminuto, recostado contra la sombra escasa que arrojaba un poste grueso, achicharrándose bajo el sol hirviente de las once de la mañana.
Se veía solitario, algo extraño en esa calle-callejón que llaman, no se porqué, la Calle de los Hombres, que corre, casi siempre repleto de gente, entre restaurantes, cafeterías y ventas de lotería ambulante, para rematar en la esquina del edificio albeado del Teatro Municipal.
Ahora solo estaba él, que al verme tendió rápidamente su mano ofreciéndome el banco de los clientes y acomodándose con movimientos rápidos para lustrarme. Su cara negra, brillante de sudor y cruzada por una barba blanca y rala, se inclinó y no le volví a ver los ojos grandes y tristes hasta cuando acabó.
Pero antes, la curiosidad me hizo preguntarle: Que pasó con los colegas que habían por aquí? Me habló sin mirarme, concentrado en los zapatos: Se fueron todos, doctor, el alcalde nos mandó a correr a todos… Después, con nerviosismo, miró fugazmente para ambas esquinas antes de continuar su labor. Contagiado, también miré, pero no supe que esperaba ver.
Entonces entendí porque me pareció tan solitario: no se veía ningún otro embolador, allí, donde antes se concentraban más de veinte de ellos, con un uniforme amarillo que un día cierto alcalde, otro, no el de ahora, exultante de sentido social, les mandó a regalar para poder sacarlos de la Plaza de Caicedo y para que, supongo, combinaran con el paisaje del centro de la ciudad.
Sus manos nervudas y grandes frotaban y sacudían con prisa el trapo rojinegro sobre la superficie del zapato. Su cabeza fulgía como el charol. Seguía nervioso, claro. Y usted se quedó, le dije, no sé si por preguntarle algo o para tranquilizarlo, o para tranquilizarme yo. Que va, doctor, yo estoy de pirata, en cualquier momento me sacan...
La embolada terminó abruptamente, cuando no llevaba más de diez minutos, casi la mitad del tiempo que dura una normal. Me miré los zapatos. Estaban opacos, mal lustrados, pirateados, pensé yo. Pero el hombre me miraba con cara de cobro y le pague los dos mil pesos de rigor.
Me paré y caminé hacia la plaza mirándome los zapatos, sintiéndome un poco robado, un poco culpable. Voltee y lo miré de lejos, al negro viejo, al pirata, que volvía a recostarse en el poste, no sacándole el cuerpo al sol, entendí, sino al temor.
Creo que fui su única lustrada de ese día. Bueno, esa es la suerte de todo pirata.

LA CASA VACIA

La casa yace, yace sin remedio, fantasma de sí misma, yace, yace, la casa pasa por sus vidrios rotos, penetra al comedor que está hec...