
Dice una nota del pasado domingo de la sección Teléfono Rosa del periódico El Tiempo que la gran avalancha de visitantes de su pagina web y el agotamiento de la revista Aló en días pasados se debió a que la ¿diva? ¿actriz? y ¿cantante? Amparo Grisales, al fin mostró su cédula y, por ende, su verdadera edad.
En realidad, el asunto no debería sorprender, si se tiene en cuenta que la edad de
En efecto, en la susodicha revista, amén de la empelotada de rigor de Amparito, aparece el enigmático documento de identificación que, al parecer y en contra de mi sospecha, no está tallado en piedra ni en papiro, sino en puro papel oficial.
Entonces, se sabe ahora que
Pero yo, perdonaran Uds., no estoy muy seguro. No lo digo porque sepa que el strip tease identificatorio tenga base falsa o adulterada. Lo afirmo por otras razones, quizás más poderosas: Si algo recuerdo desde mis ya lejanos albores adolescentes es a Amparo Grisales encuerada, empelotamiento que me ha seguido a lo largo de mi vida, como supongo le ha pasado a mis contemporáneos.
Ahora, si contamos que mi tierna adolescencia coincidía con los últimos años de mi abuelo y la madurez de mi papá, y que además los veintiañeros de ahora también cuentan, tenemos que Amparito ha estado vigente para, por lo menos, cuatro generaciones masculinas, ninguna de las cuales se puede quejar de no haberle visto sus profusos atributos físicos con bastante generosidad y frecuencia.
Eso es mucho kilometraje. Si la ¿diva? tiene cincuenta años, lo que se vuelve un nuevo misterio es entonces desde cuando empezó a emberingarse, porque para cuadrar las cuentas habría que suponer que, o que
Pero si de algo estoy seguro, más aun, segurísimo, es que el conteo generacional no va parar allí. Y miro entonces a Manuelito, mi hijo de año y medio, y sospecho que a su generación también le tocará, al menos, una empelotada, un dudoso disco y una pésima película de Amparo Grisales. Solo así se graduará de colombiano.