Después de la caida de Pablo Escobar y de la persecusión del antiguo Cartel de Cali, los puestos de privilegio y comando de los pequeños grupos mafiosos que quedaron como remanentes en esta ciudad pasaron a los antiguos "lavaperros", matones y sicarios de poca monta que se distinguían por su ferocidad, ambición y pocos escrupulos. De ahi se derivó una nueva cultura delictiva, menos ostentosa y visible que la inicial, pero mas sanguinaria, caracterizada por la ausencia de jerarquias y el poco respeto por la vida y la familia de los enemigos.
Esta nueva casta fundó nuevas modalidades de trafico, convirtiendose en pequeños grupos de transportadores o de administradores de rutas, en oficinas de cobro de deudas licitas e ilicitas y, sobre todo, dedicados a la recuperacion de bienes que los antiguos y poderosos jefes dejaron en manos de testaferros y similares. No tardaron en declararse cruentas guerras intestinas, drigidas a exterminar rivales y competidores del "negocio" y a establecer cierto predominio sobre las demas facciones mafiosas.
De Buenaventura, Tuluá, Palmira y otras ciudades vecinas llegaron a sumarse a la rapiña nuevos personajes, cada uno mas siniestro y despiadado que el otro, bajo el disfraz, desde mediados de los años 90, de las temidas bandas paramilitares. Muchos han caido en esta siniestra vendetta. Primero los cabecillas y sus lugartenientes mas reconocidos; después, los testaferros, los abogados de confianza, los contadores, las esposas, las amantes y, para horror de todos, los hijos e hijas, incluso bebés, en este aquelarre interminable de violencia...
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