Cadaverina, dice mi viejo diccionario, es el hedor de los cadáveres. Y cadaverina, digo yo, es el aroma que hoy, y ayer, y todos estos días, se ha venido respirando en Cali.
Cuando uno piensa que una ciudad de casi tres millones de habitantes se encuentra poco mas que paralizada por once muertos, inundada de rumores de muerte, asediada de noticias necróticas, se cae en cuenta que los muertos, por ahora, importan más que los vivos.
Ningún tema parece distraer la mente colectiva: en cada esquina, en cada mesa de cafetería, en cada charla informal, se confluye, como ríos en un amargo mar, en el tema de los muertos, los que asesinó la guerrilla, los que lloraron sus familias, los que todos suplicaron de alguna forma que se les permitiera volver vivos.
Pero no volvieron. No vivos, por lo menos. Volvieron en bolsas plásticas, encerrados en el interior de raudas ambulancias de cruces rojas, ajenos en su frialdad de muerte a los ojos ávidos que siguieron su regreso con la mudez de la impotencia y la desesperanza.
Y como no sobrevivieron a la esperanza, entonces el homenaje espontáneo y popular, el único que cabe, es hablar de ellos, de los once muertos, de los arrebatados por la salvaje guerra ajena que se libra allende los límites del horizonte citadino y que, de vez en cuando, se mete con nosotros.
Por eso, precisamente, es que ahora, hoy, Cali huele a muerto, a cadaverina, a lágrimas abiertas o furtivas, a dientes apretados, a puños rabiosamente cerrados. Es una ciudad cercada por un intangible sudario de rumores, de palabras sibilinas, de lamentos apagados.
Fueron once muertos, pero la infamia de su muerte parece habernos matado un poquito a todos.
Si, definitivamente, Cali huele a muerto…
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