Un hombre joven y alto, con un bigote fino que le atraviesa la cara pálida, el cuerpo enjuto enfundado en un traje de impecable lino y la cabeza presidida por un blanquísimo sombrero Panamá, desciende lentamente por la escalerilla del avión que lo trae, en esa calurosa tarde de febrero, hasta el aeropuerto de La Habana.
Después, con largas zancadas se dirige a la puerta de desembarque en el último lugar de la fila de pasajeros. Lleva una maleta de viaje mediana y en su mano izquierda aferra un maletín pequeño de cuero oscuro. Al llegar a la puerta se detiene un instante, como si dudara en avanzar, pero finalmente la atraviesa, mientras su sombra alargada lo persigue hasta desaparecer en la penumbra de la sala aduanera.
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En ese mismo instante, al otro lado de la isla, un negro viejo de rostro arrugado y oscuro se mece lánguidamente en una silla mecedora, que cruje rítmicamente bajo la parsimonia de sus movimientos. Desde el desconchado balcón del segundo piso de un edificio albeado, que ya empieza a perder su color original, mira el mar verdoso que con rumorosa obstinación, al otro lado de la avenida, se estrella contra el muro del malecón. Imperturbable, se muestra ajeno al azote de las olas que el viento trae murmullando, mientras desde la calle le llegan risas de niño y el sonido inconfundible de un tres cubano que alguien rasga en el piso de abajo con precario talento. En su mente, el carrusel de un pensamiento da vueltas sobre las misteriosas palabras de la vieja olorisha, que había venido a advertirle algunas horas antes acerca de un desconocido que venía del otro lado del mar para proponerle algo peligroso.
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Instalado en la amplia habitación del hotel Nacional, agobiado por el húmedo calor habanero que un enorme ventilador de techo trata infructuosamente de disipar, el viajero se refresca sorbiendo lentamente un vaso de ron blanco con hielo, inmóvil, frente a la ventana abierta de par en par, por donde la brisa marina llega con mezquindad. Sin camisa, la ajustada camisilla blanca manchada de sudor le resalta el huesudo costillar y la extrema flacura de los hombros, envuelta su alargada figura en la luz lechosa de la habitación. Ensimismado en atropellados pensamientos, mira alternadamente un punto indefinido del horizonte costero que se despliega ante sus ojos y ojea rápidamente la hora en su reloj de pulso, mientras le da sorbos cortos al liquido ambarino de su vaso. En la cama, aun sin abrir, el pequeño maletín yace abandonado. Sobre la ciudad la tarde cae en destellos agónicos de luz solar.
No logra asirse a un buen razonamiento lógico para explicarse porque está ahora en Cuba. Menos aun, que hubiese decidido venir en una época en que los gringos como él son vistos con extrema desconfianza y considerados de entrada como espías enemigos por el gobierno revolucionario. Aun resuenan en su cabeza las palabras de alarma y preocupación con las que sus amigos, su familia, su manager y casi todo el que sabía de su decisión habían intentado, prácticamente suplicándole, hacerle desistir de su intempestivo viaje.
Pero los desoyó a todos, incluso a sí mismo, poseído por una pasión impropia de su personalidad flemática y poco inclinada a las obsesiones fortuitas, las mismas que en otros siempre reprochó con dosis equilibradas de burla y cinismo. Obsesión surgida como un tumor invasivo, admite, desde esa noche en Nueva York en que soñó que un hombre negro, sin rostro, le señalaba un rincón inexpugnable que palpitaba con un sonido de tambores mientras le susurraba claramente la palabra “Cuba”. Que se le fue propagando por cuerpo y alma en la misma medida en que empezó a buscar por cielo y tierra la manera de llegar Cuba. Y aquí estoy ahora, pensó, para bien o para mal.
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El negro viejo, cuando ya las primeras sombras de la noche se apoderan del cielo, se levanta pesadamente de la silla y con su lento caminar de anciano atraviesa la pequeña habitación. La oscuridad ahora es casi total, solo alterada por ráfagas de luz amarillenta que arroja una solitaria veladora que con sus parpadeos alumbra el altar levantado sobre una mesa pequeña empotrada en la esquina mas alejada de la desolada habitación. La sombra del viejo, con cada movimiento, se agranda y tiembla, arrojando siluetas oscuras a todas las paredes del entorno.
Enciende una lámpara puesta sobre el minúsculo nochero que custodia la cama prolijamente tendida. Al instante se difunde una luz rala sobre media habitación, aunque suficiente para ahuyentar buena parte de las sombras temblorosas que la invaden. Se sienta con dificultad de reumático en un sillón tapizado con una raída tela de arabescos de color indefinido. Estático, respirando fuerte por el esfuerzo, escruta toda la silenciosa estancia, pero sus ojos se detienen en el lugar mas oscuro, al que ni la luz de la lampara, ni la de la veladora, ni mucho menos los relámpagos de tela blanca de las cortinas que ondean desde el balcón al vaivén de la brisa marina, logran medianamente iluminar. Entonces, le parece oír a través de las paredes que alguien llora quedamente.
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En el casi desierto restaurante del hotel el viajero come con desgano. Lo atiende un mesero imperturbable, de rostro prieto, que se mueve casi sin hacer ruido y que de vez en cuando aparece de la nada para llenar el vaso de agua, recoger los platos casi intactos de comida y escanciar generosamente ron blanco en la copa con hielo que le han servido al viajero antes en el bar. Al frente suyo una pareja de hombres vestidos de paisano, sentados en un rincón brumoso, lo miran con descarado interés. Agentes del gobierno, intuye.
Saca de una pitillera plateada un cigarrillo alargado y lo enciende con deliberada lentitud. Mientras echa las primeras bocanadas mira su reloj, que ahora marca las siete y treinta de la noche. Instintivamente, con su mano izquierda toca con disimulo el bolsillo de su saco y comprueba por encima de la tela la presencia crujiente del papel doblado en el que está anotada la dirección de la cita. Acaba el cigarrillo, lo apaga suavemente en el cenicero y toma un largo sorbo de ron, buscando apagar con el liquido helado el raro desasosiego que le atenaza el estomago desde el mismo momento en que aterrizó en La Habana.
En el fondo del salón, plantado junto al bar, un piano oscuro y lustroso llama su atención. Se para de la mesa, aun bajo la mirada atenta de los dos hombres, y se acerca al instrumento. Admira silenciosamente, con mirada de experto, sus lustrosas lineas; después, levanta la tapa del teclado y con sus manos largas y finas de pianista acaricia las teclas, las pulsa con suavidad y precisión y bajo el impulso de una melodía mental les arranca un acorde corto y sonoro que se queda flotando en el aire mucho tiempo después de que sale por la puerta sin mirar atrás.
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El viejo, aun sentado e inmóvil, ahora fuma con los ojos cerrados un habano corto y grueso. En la habitación, salvo el humo que escapa por sus labios gruesos en volutas ascendentes, nada se mueve. Es una escena curiosamente congelada, como suspendida en el aire por una mano invisible que ahoga en su puño apretado todo movimiento, sojuzgando el tiempo y el espacio en la tiranía opresiva de la espera. Por el balcón abierto, ya sin brisa que lo penetre, detrás de las cortinas inertes llegan desde la calle sonidos apagados de conversaciones rápidas, mientras desde más lejos en la noche marina flota una voz ronca de mujer que entona una guajira.
Bajo sus párpados herméticos el viejo sueña con su África remota, con sangre que serpentea por espaldas lustrosas de sudor y miedo, con tambores que resuenan azotados por poderosas manos negras, con cuerpos cimbreantes y desnudos que se agitan alrededor de una fogata, con cánticos tristes de ritos arcanos... Su memoria se esfuerza por recordar los años transcurridos desde que, muy niño, salió de Senegal, aherrojado de pies y manos, lanzado a la oscuridad hedionda de las sentinas del barco esclavista, azotado sin aviso ni causa entendibles, vendido y comprado una y otra vez, moribundo a diario bajo la canícula inclemente de la zafra, perdido de la vida, lejos de cualquier esperanza.
Sin embargo, sus recuerdos solo logran enfocarse y levitar sobre la densa niebla del pasado cuando ya en los tiempos de la libertad alguien lo encontró, agónico y miserable, postrado en la orilla de un camino perdido de Matanzas, lo acogió en su bohío, le curó con paciencia las heridas del cuerpo y le despejó amorosamente las neblinas del alma. Y, además, puso un día al frente suyo el extraño y sonoro tambor africano que aprendió a tocar casi al instante, resultado seguramente de una memoria ancestral escondida entre sus fuertes manos. Después, en fiestas y guateques del batey a los que llevaba infaliblemente su instrumento, su merecida fama de tamborero y bongosero eximio se extendió por la provincia hasta llevarlo en sus lomos exultantes a la mismísima capital, en la que la frenética vida nocturna de cabarets, orquestas, ron y mujeres hermosas y fáciles lo arrastró a una vida artificiosa jamás imaginada, la misma que, unos años después, lo vomitara inmisericordemente en las calles habaneras, pútridas de chulos, prostitutas, viciosos y fracasados de toda clase.
Abre los ojos lentamente. Se mira las manos, que ha levantado a la altura de los ojos. Son grandes, arrugadas y le tiemblan un poco. Aun siente en ellas la estirada resistencia del cuero y la trepidación crujiente que le arrancan a las membranas sonidos poderosos, como en las luminosas noches en que su nostalgia africana lloraba y cantaba a través de los tambores batá, fusionados sus requiebres en el aire con la notas de la garganta vibrante del gran Arsenio, el ciego maravilloso, cuando tocaba con su legendaria orquesta en el repleto salón de baile del Tropicana.
No se da cuenta, pero ahora en sus mejillas arrugadas se marcan surcos húmedos que escurren lentamente, como ríos fósiles de lagrimas antiguas que, incontenibles y profusas, le borboteaban desde el alma cuando en la sinuosa oscuridad de tantos desesperados amaneceres que lo sorprendían sentado en el muro del malecón de La Habana, borracho y solitario, imaginaba sus manos nervosas repicando sobre el cuero agudo, el tam tam sagrado, delante de un sol rojizo que cae oblicuo sobre las llanuras perdidas de África.
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El viajero desciende del viejo Plymouth gris en la mitad de la calle y advierte al chofer que volverá, a más tardar, en una hora. Su traje blanco le da una apariencia etérea, irreal, y cuando atraviesa la calle logra el curioso efecto de congelar en el acto las conversaciones de las gentes sentadas en los andenes y los pórticos de los viejos edificios, bañados alternadamente de oscuridad y penumbra. Los niños detienen sus juegos y las mujeres sus murmullos. La calle enmudece, expectante, por el fantasma blanco y flaco que camina a zancadas sin mirar a nadie.
El hombre, bajo la famélica luz de un farol, verifica a tientas la dirección anotada en el papel, aferra con premura su maletín y se dirige a un edificio vetusto y oscuro situado hacia el final de la calle, sobre el que destaca una solitaria luz que sale del balcón del segundo piso. La puerta de abajo, entreabierta, parece esperarlo y lo engulle en tinieblas cuando la atraviesa. En la calle, las voces, los juegos y los murmullos renacen al unísono.
El viejo abre nuevamente los ojos cuando escucha los golpes breves en la puerta. Saca de su boca el cigarro, apagado ya hace un buen rato, se levanta con pesadez y lo pone en un plato esmaltado que preside la mesa del altar. Se dirige a la puerta y, sin preguntar quien es, porque no hace falta, la abre. Un hombre alto y flaco, vestido impecablemente de blanco, lo mira con ansiedad desde el oscuro pasillo.
- ¿Papá José? Soy Larry- le dice a modo de saludo.
El viejo asiente y lo invita a seguir con un gesto rápido de sus manos. El hombre entra rápidamente y se planta en mitad de la habitación, mirándolo todo con curiosidad mal disimulada. Un olor rancio de tabaco, orina y vejez le golpea la nariz. Después, busca asiento al ver que el viejo vuelve a su silla sin decir palabra. Se miran sin decirse nada por largos segundos. El viejo pone nuevamente el tabaco apagado en su boca gruesa. El primero en hablar es el visitante, en un inconfundible español de extranjero:
- ¿Sabe a qué vengo, papá José?
El viejo no contesta, la mirada baja, los labios fruncidos apretando el tabaco.
- Me dijeron que usted era el único en La Habana que tenía unos tambores batá disponibles... - continúa el viajero.
El viejo, aun en silencio, busca en el bolsillo de su camisa una caja de fósforos, enciende uno y aplica la llama al tabaco con dificultad temblorosa. Cuando lo enciende, lo chupa con fruición y levantando la cara, exhala una bocanada profunda que llena el aire de un humo entre acre y dulzón.
- Es cierto, pero quiero advertirte a ti una cosa, chico– dice sorpresivamente, con voz gutural y acento caribeño- Esos tambores no son pa’ jugá, ¿me comprendes tú?
El visitante, sorprendido por el tono vehemente del viejo y temeroso de que sus palabras sean el preludio de una impensable negativa, se limita a asentir silenciosamente con la cabeza.
- Son tambores sagrados, chico, no los puedes tocar sin pedir permiso a la deidad, ¿me comprendes bien? - continuó el viejo.
- Bueno, yo solo los quiero para mi orquesta...- le replica con tono dubitativo el visitante.
- Pa´ lo que sea, es lo mismo- sentencia el viejo.
El viejo lo mira fijamente a los ojos por un largo instante. Ve en ellos la chispa de la obsesión y tozudez, la misma que ha visto tantas veces en sus largos años vida en gente que terminó siendo irremediablemente desgraciada. Siente un breve ramalazo de compasión, pero se desprende rápidamente de ella. Ahora no va a retractarse por ningún motivo, es tiempo de deshacerse de ellos y que el problema sea de otro, para variar.
Un nuevo y pesado silencio nace entre los dos. El viajero se remueve incomodo en su asiento, pero el viejo fuma imperturbablemente un tiempo más. “Están allí”, señala de pronto el viejo desde su sillón, apuntando con la mano con la que sostiene el tabaco un punto a la espalda del visitante. El hombre gira y descubre en el sitio señalado un arcón negro, que hasta ese momento era invisible. Se acerca, lo abre y contempla con admiración los dos tambores, alargados y cilíndricos, pintados de un rojo rabioso, adornados con lo que parecen pequeñas plumas de colores y signos incomprensibles toscamente tallados sobre la madera. Toca delicadamente las membranas de cuero que, de lo blancas, parecen brillar en la oscuridad.
El visitante se vuelve, se acerca al sillón del viejo, toma de su maletín un fajo de dólares y se los extiende. El viejo los toma casi sin mirarlos y los pone sobre la mesa con gesto desdeñoso. Es su protesta muda por una negociación que, sin duda, considera un sacrilegio.
El viajero se quita el saco y cubre con el los tambores. Se cuelga rápidamente del hombro el maletín y los agarra con ambos brazos, levantándolos con dificultad. Después se dirige a la puerta y la cruza con pasos cuidadosos. Se vuelve para despedirse del viejo, y entonces le oye decir desde la penumbra con su voz áspera:
- No sabes, chico, lo que has comprado…
“Presuroso, sin cerrar la puerta, el viajero baja peldaño a peldaño las cortas escaleras, atraviesa la puerta principal aun entornada y se zambulle en la noche con su preciada carga, mientras el corazón en el pecho le percute con fuerza inusitada, apretado contra los ansiados tambores: tam, tam, tam…
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EPILOGO
Larry Harlow, conocido como El Judío Maravilloso, nacido en Brooklyn Nueva York, pianista excelso y figura estelar de la Fania All Star, fundó una de las mejores orquestas de salsa que se haya conocido, la Orquesta Harlow, que tuvo su época dorada al final de los 60 y mediados de los 70.
El sonido de los tambores africanos que su fundador y director le incorporó le daba a sus temas un sonido profundo e inigualable, que se puede apreciar en temas como “Se me perdió la cartera” o “La mulata Encarnación”, y en casi toda la discografía de esa época.
Larry estuvo en Cuba muchas veces y vivió allí un tiempo investigando el sonido afrocubano. Sin embargo, a pesar del éxito arrollador de su peculiar percusión africana y de los pronósticos halagüeños que todos hacían, la Orquesta Harlow decayó abruptamente y al poco tiempo desapareció completamente del panorama musical. Su fundador continuó como compositor, pianista y productor musical varios años más, aunque sin alcanzar el lustro y el éxito de sus inicios.
Por eso, claro, no faltan quienes afirman hasta hoy que sobre la Orquesta Harlow habría caído alguna especie de maldición.
Esta podría ser la historia detrás de esa leyenda.
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POSTDATA: Este escrito fue publicado en este blog hace varios años. La única razón por la cual lo volvemos a publicar, debidamente aumentado y corregido, se encuentra en esa prerrogativa innegociable que tenemos los aspirantes a escritores de releernos y corregirnos ad nauseam con la ilusión de alcanzar la esquiva perfección. Por tanto, seguimos ilusionados...