Pocas veces como lo del lunes se le muestra a uno la impotencia de las palabras para contar y, menos, para describir lo que se vivió en esta ciudad con ocasión de la marcha del 4 de febrero contra las Farc. Pero toca intentarlo.
Cali, toda Cali, literalmente, bajo un sol esplendoroso, caminó con parsimonia y casi en silencio, por cerca de veinte cuadras desde la plazoleta de San Francisco, al frente de la Gobernación del Valle, hasta el CAM, en donde confluyeron riadas interminables de gente que parecían salir hasta de la misma tierra.
El grito de las consignas era unánime y podría resumirse así: Farc, no los queremos, no nos representan, no tiene nada que ver con nosotros. Y en cada rostro, en cada persona, se veía una serenidad extraña, incongruente con ese grito contundente de los carteles y las pancartas. Serenidad como la que inevitablemente invade a los que gritan verdades contenidas por mucho tiempo.
Dos cosas impactaban: Una, la presencia de tanta y tanta gente joven. Adolescentes, muchachos, niños escolares, desfilaban con la alegría y el entusiasmo de verse seguramente sorprendidos por el hecho de estar en el mismo centro de algo apoteósico. Y sin embargo, todos, sin duda alguna, sabían porqué marchaban.
La otra, la de ver casi setecientos mil caleños de los todas las clases, estirpes, edades y géneros, mezclados unos con otros, amalgamados en el afán de repudiar la demencia de los violentos. Esta ciudad, precisamente, de la que tanto nos quejamos por su impasibilidad, nos sorprendía con el grito silencioso de que esta viva. Y muy viva.
Desde las once de la mañana, primero sobre la Carrera Decima y después, desembocando sobre la carrera Primera desde la Calle Quinta, emblemas viales de la ciudad, se esparcía y se apretujaba una densa nube blanca, blanquísima, que refulgía bajo la canícula del mediodía. Avanzaba lentamente y llegaba hasta La Ermita, sin detenerse. Era una savia monolíticamente blanca que se desparramaba por las vías y arterias aledañas, vibraba con vida propia y fluía hacia el corazón palpitante de esta marcha histórica que nadie, absolutamente nadie, había presenciado jamás.
Gritaban, casi todos, la consigna gutural y poderosa de “No más Farc”. Otros, solo marchaban en silencio mostrando sus pancartas, que además pedían la libertad de los secuestrados y el rechazo a la violencia. Un grupo pequeño y bullicioso, al frente del puente Ortiz, cantaba avivando a Colombia al son bronco de tambores y timbales. Todos respiraban en el mismo espacio, ahora estrechísimo, el mismo aire cálido que trasmitía los sonidos y las palabras gritadas, estrellándolas contra los oídos felices que las escuchaban.
El ingenio de muchos se vio reflejado en las consignas pintadas en cartones o en enormes pendones que flotaban en medio del gentío. Sin embargo, nadie avivó a un político ni se acordó, para bien o para mal, del Gobierno. Ni siquiera, salvo algunas excepciones como la de un pendón que decía “Venezolanos si, Chaves no”, la sombra de Chaves o de Piedad Córdoba lograron distraer el propósito de los marchantes. Todos entendimos muy bien –sin la ayuda retorica de los que en este país lo quieren interpretar todo a su manera - para qué fue que salimos a la calle
No sé cuando terminó realmente esta marcha, ni cuando se fue el último caminante a su casa. Debió ser entrada la tarde. Pero no lo supe porque me fui, a eso de las dos de la tarde, agotado y feliz. Sin embargo, se con certeza que muchos siguieron hasta su casa en esa caminata liberadora, en ese ejercicio de catarsis colectiva que tanta falta nos hacía a los caleños y a los colombianos desde hace mucho tiempo.
Ahora, las voces de siempre, dicen que no va a pasar nada. Que las Farc no entregaran a nadie y que los secuestrados y los muertos seguirán clamando justicia o libertad. Que la guerra seguirá imperturbable su sangriento curso. Tal vez.
Sin embargo, en el corazón de cada colombiano, el anhelo de libertad y de paz empezó a marchar. Y allí nadie, absolutamente nadie, lo detendrá.
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