25.1.07

Déjá Vu

Déjá vu (“ya visto”, en francés) es una expresión muy conocida, agorera, cargada de aprehensión y temor. La usamos para significar que estamos ante un evento inexplicablemente conocido, repetido si se quiere, pero que nuestra mente no logra asir y encajonar dentro del rígido y tranquilizador marco de la llamada lógica natural.

Déjá vu, por ejemplo, dice Neo, el héroe de Matrix, cuando un gato negro pasa extrañamente dos veces delante suyo. En ese mundo virtual, entonces, déjá vu significaba una anomalía y también un peligro, porque la maquina dominante se aprestaba a atacar a los intrusos rebeldes a través de sus lúgubres y letales agentes. El cine, entonces, nos alimenta impunemente el aprehensivo significado de la dichosa palabreja.

Déjá vu es también ahora un thriller protagonizado por Denzel Washington y Val Kilmer y dirigido por Tony Scott. Una buena trama, podríamos decir, que precisamente nos traslada, así no mas, la pregunta inquietante de si lo que vemos, olemos y sentimos es real o simplemente es el resultado de una jugarreta mental. Y, por ese mismo camino, revive la ya vieja tesis de un tiempo no lineal, sino retorcido, como una oblea blanda que se dobla hasta tocarse en los extremos, juntándose en un mismo punto lo viejo con lo nuevo, el pasado y el presente.

Claro, es un thriller con una tesis descocada, dirán muchos. Pero yo digo que un buen trhiller tiene la virtud de hacernos tragar sin masticar una explicación descabellada para desatar el nudo intrigoso de la trama, como si fuera algo natural. Y este tiene esa virtud. Por eso, en esta película es posible captar en audio y video el pasado y sentirnos, junto a los protagonistas, un poco como Dios, viendo como el tiempo avanza hacia lo inevitable y, sin embargo, asaltándonos lentamente la locuaz idea de que podemos cambiar el pasado y modificar el presente. Ah, y salir indemnes, sacudiéndonos el polvo y acomodándonos un poco la ropa. Que más quisiéramos.

Me preguntaba, a propósito de esta cinta, si lo que realmente nos inquieta es que los relámpagos mentales que a veces sufrimos por cuenta de un olor, un suave toque de piel o una canción de letra obsesiva, sean sinónimo de universos paralelos o retorcidos o fracturas tempo-espaciales, o simplemente que la respuesta sea un poco mas, digamos, espiritual.

Por cuenta de ese nuevo sacerdocio que es la ciencia estamos mas dispuestos a aceptar, por ejemplo, la teoría einsteiniana de un tiempo y espacio relativos, que se doblan o estiran libremente, uniéndonos con el pasado en efímeras ráfagas y creándonos la inquietante sensación de vivir algo ya vivido, que encarar la idea de que existe a nuestro alrededor un universo espiritual, que se mueve al unísono con el nuestro pero a una frecuencia totalmente distinta, como dos ríos caudalosos paralelos que a veces, solo a veces, llegan a tocarse levemente.

Bueno, creer o no creer es nuestra elección. Solo que allí radica la diferencia entre quienes necesitan explicaciones complicadas para lo que los trasciende y los que la fe nos basta y nos sobra.

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