24.6.05

LOS OFICINISTAS DE CALI

Para cualquier desprevenido visitante de esta ciudad podría ser algo tremendamente curioso saber cuantos trabajadores de oficina se encuentran en los barrios más pobres de Cali. Se sorprendería de ver cuantos jóvenes, incluso muchachos imberbes de 14 y 15 años, cuando se les pregunta a que se dedican, dicen con cierto orgullo que trabajan en “oficinas”, como cualquier yuppi, y que viven de ese trabajo. De esta forma, probablemente Cali debe tener por estas fechas más “oficinistas” por metro cuadrado que Wall Street o Londres

Seguramente, lo primero que este eventual observador echaría de menos sería la imagen de estos “oficinistas”, pues en lugar del clásico traje y la corbata, los vería vestidos informalmente a toda hora con bluyines, zapatillas y camisas deportivas. Después se enteraría que ellos nunca, pero nunca, van a la oficina en los horarios habituales. Es mas fácil verlos a esas horas parados en las esquinas de los barrios donde viven, jugando dominó, tomando cerveza o conversando en corrillos, exactamente en el mismo horario en que se esperaría estuvieran en sus oficinas.

Otro rasgo curioso de estos “oficinistas” es que casi ninguno supera el segundo o tercer grado del bachillerato, siendo los mas afortunados los que pueden hablar o escribir con mediana pulcritud y eficiencia. Por el contrario, en cada dos o tres frases, sale a relucir una jerga extremadamente dura, plagada de palabras desconocidas para el Larousse, pero cargadas de peligrosidad, amenaza o burla.

Pero, se preguntaría el observador, en donde quedan entonces esas curiosas oficinas. Miraría inicialmente la Torre de Cali o algunos de los edificios del centro de la ciudad, y se los imaginaría atestados de esos muchachos subiendo y bajando apresuradamente en sus ascensores o sentados en sus módulos de trabajo, acuciosos, frente a las pantallas luminosas de cientos de computadores. Pero descubriría en seguida que muchos de ellos, casi todos, nunca han ido a ninguno de estos edificios y, como mucho, solo se han subido al ascensor del Palacio de Justicia, aunque esposados y custodiados por guardianes del Inpec.

Si insistiera en la pregunta lograría, tal vez, que algún oficinista, aunque con clara muestra de desconfianza, le contara con máximo sigilo que una oficina puede funcionar en cualquier parte: En un salón de belleza, detrás de una tienda de barrio o en el despacho de un contador titulado, por ejemplo.

En realidad, una oficina puede funcionar en cualquier parte, porque lo realmente importante no es su ubicación sino la organización efectiva y eficaz de sus miembros. El termino oficina no es mas que un eufemismo, de los tantos que se inventa el hampa criolla, para denominar a una organización sicarial de carácter lineal, con una jerarquía bien definida, generalmente al mando de un destacado miembro del sicariato local o de una de las antiguas familias mafiosas, con fama de cruel y sanguinario, cuyo solo nombre inspira miedo, de forma tal que con solo nombrarlo se entienda por el interlocutor de turno el grave riesgo de oponérsele o desobedecer sus ordenes.

Lo secundan uno o dos lugartenientes, que son quienes al final manejan el aparato de terror, representado generalmente en grupos de matones, muchos de ellos jóvenes extraídos de los barrios populares, que se conocen entre sí, con lazos fuertes de amistad o complicidad anterior en pandillas, bandas o cosas similares, fuertemente armados y dispuestos a cualquier cosa a cambio de una participación en dinero por la “vuelta”.

La organización tambien incluye un buen porcentaje de participación de miembros de la policía local o de entidades de seguridad oficial, que brindan apoyo logístico en información, consecución de armas de alto poder, seguimiento de victimas y, últimamente, en la ejecución o asesinato de personajes que, por mantener un alto nivel de seguridad, como jefes de bandas, políticos, militares, etc., se requiere cierta sutileza y mimetismo de sus eventuales ejecutores.

Nuestro observador, aunque con ya poco animo, preguntará, entonces, a qué es exactamente a lo que se dedican estas oficinas. Algún oficinista le contestara que se trata de una oficina de cobro. Si usted tiene, por ejemplo, una deuda de esas impagables, generalmente de varios millones de pesos, que el deudor se niega a pagar, o se esconde o no tiene patrimonio visible para cancelarla, entonces puede acudir a una oficina, hablar con el jefe o con uno de sus mandos medios, y pactar que la oficina cobre por usted esa deuda, eso si, no por un porcentaje menor al 50% de la misma, incluyendo intereses. Aunque han existido no pocos casos en que la oficina, si quiere, se queda con todo, al fin y al cabo, quien se puede quejar.

Tambien es común que un grupo de “oficinistas” secuestre a una persona para obligarlo a entregar todos sus bienes, en lo que se llama un “amarre”. O que se secuestre a toda una familia por las deudas de alguno de sus miembros. Por eso, en cuestión de poco tiempo, toda un patrimonio familiar puede pasar a manos de una oficina de cobro. Usualmente, cuando se paga a satisfacción de la oficina, el deudor puede conservar la vida, pero son muchos los casos en que, para evitar venganzas posteriores, es asesinado en cuanto firma las escrituras y los documentos pertinentes. Por ello algunas notarias tambien tienen “oficinistas” dentro de sus clientes más asiduos.

Hace algunos meses un grupo de oficinistas fue descubierto por el Ejercito cuando se disponían a rellenar de piedras el cadáver degollado y abierto en canal de un abogado, a quien previamente le habían hecho firmar las escrituras de todos sus bienes y, después de matarlo, pretendían arrojarlo al un río cercano. Indudablemente, cada oficina se esmera en su labor.

Aunque inicialmente las oficinas se crearon como un apéndice armado de grupos de traficantes para cobrarse entre ellos las cuentas provenientes de los alijos de droga, o para cobrar los dineros perdidos en cargamentos incautados, o para recuperar bienes entregados a testaferros que no los querían reintegrar, etc., la verdad es que el asunto se puso tan de moda que ahora no es raro que ciudadanos comunes, de esos que van a la iglesia, pasean a sus nietos y posan de señores honorables, los contraten para recuperar deudas de forma mas expedita que por medio de la engorrosa y tediosa gestión judicial, o, simplemente, para vengar afrentas personales sin dar la cara.

Por eso, ahora existen oficinas y “oficinistas” en todas partes. En las discotecas de moda, en las canchas de fútbol, en la casa del vecino. No se exagera si se calcula que la mayor absorción de mano de obra joven y no calificada la hacen estas oficinas, debido a que sus miembros pueden, en cuestión de pocas horas o días, hacerse con sumas de dinero que sus padres no podrían conseguir trabajando en toda su vida. Vehículos lujosos manejados por personajes de dudosa profesión, casas deslumbrantes cuya propiedad surgió de la noche a la mañana, en fin, muchas de estas cosas son reflejo de la gran dedicación al trabajo de nuestros “oficinistas”.

La mayoría de los “oficinistas” no viven mas allá de los 23 o 25 años. Muchos mueren acribillados por otros “oficinistas” o a manos de sus propias oficinas, por haber dicho algo comprometedor en una noche de tragos, o por quedarse con parte del dinero del patrón, o por cualquier otra causa similar. No hay carta de despido, ni indemnización laboral. Son simples elementos de desecho que pueden reemplazarse con tanta facilidad que no vale la pena perdonarles cualquier desliz. En estos días, gracias a la guerra de varios jefes mafiosos entre sí, muchas de estas oficinas se hayan enzarzadas en un cruento exterminio mutuo, que puede llevar mas de dos mil asesinatos selectivos en menos de un año, aunque ya se cometen masacres de las que ha caído en cuenta hasta la policía.

Aunque muchas otras cositas podría averiguar sobre las oficinas y los “oficinistas”, es seguro que nuestro observador hace rato cogió el primer avión o bus que lo sacara de esta ciudad. Sin embargo, muchos mas somos los que seguimos padeciendo, porque nos toca y porque no podemos salir corriendo como él, convivir con nuestras familias en medio de todos estos “oficinistas”.

LA ESPERA

Sacudió sobre el anden húmedo los zapatos mojados, en un intento inútil por librarlos de las salpicaduras fangosas de la lluvia, aprovechando para mover las piernas entumecidas por el frío y la larga espera bajo el alero protector de la esquina.
Deseó, casi con dolor, el cigarrillo húmedo que momento antes había intentado inutilmente encender y que ahora flotaba, calle abajo, en la cresta del riachuelo amarillo que serpenteaba al borde del anden. En la calle, lentas ráfagas de viento helado agitaban la cortina de gotas gruesas de lluvia que desde hacía, cuantas horas?, llevaba cayendo, sin pausa, sobre la ciudad gris.
Miró su reloj con impaciencia, y esta se convirtió, lentamente, en desconcierto. Qué le pasaría? Nunca se había demorado tanto. Vio pasar un bus atestado, que dejó atrás una estela de agua lodosa que, perezosa, lo persiguió hasta desaparecer. En una de las ventanas de la casa del frente percibió la luz vacilante de una vela, que luchaba contra la prematura oscuridad. No hay energía, pensó. Y la impaciencia volvió a él como el reflujo de una pesada ola.
La esperaba desde hacia mas de dos hora (o, serían tres?). Intuía, por el calor creciente de su rostro, que la impaciencia inexorablemente se le convertía en una ira silenciosa, en una lava amarga que le resbalaba, ardiente, por su estomago.
Fue, entonces, cuando la vio, como una silueta imprecisa, recortada contra el fondo plomizo de las húmedas paredes. La mujer cruzó corriendo la calle, saltando sobre los charcos con agilidad de gacela, se detuvo sobre el anden y, girando la cabeza, lo buscó con la mirada. El asomo medio cuerpo y agitó una mano para que ella lo pudiera ver. Ella, con un trotecito menudo, se dirigió a su esquina, envuelta en el abrigo gris y ondeante, que le daba apariencia de fantasma.
El hombre suspiró y se resguardó nuevamente bajo el alero. Sentía que la rabia aun le atenazaba la garganta. La mujer llegó hasta él y lo miró con aprehensión bajo la cortina chorreante de su pelo escurrido, que se pegaba con tenacidad a la frente pequeña y le rodeaba, como un oscuro paréntesis, la cara pálida. Sus ojos, grandes y brillantes, chispearon con un gesto sumiso, casi reverencial, precediendo la sonrisa oblicua de sus labios temblorosos. “Perdona la demora, pero es que él se fue tarde, casi no puedo venir...” le musitó con voz ronca y tierna, y se apretó contra él, abrazándolo, con los latidos del corazón empujando, a través de la ropa mojada, las palabras apenas murmulladas, los suspiros, el largo beso, la caricia ansiosa, el deseo.
Él supo, entonces, que ella, una vez más, le derrotaba la amargura de su amor contrariado, y le reconoció su triunfo, entrelazando desesperadamente su aliento con el suyo. La lluvia arreciaba, ajena, sobre la ciudad indiferente y gris.


LA CASA VACIA

La casa yace, yace sin remedio, fantasma de sí misma, yace, yace, la casa pasa por sus vidrios rotos, penetra al comedor que está hec...